ELEGÍA A UNA MUJER QUE AMÉ
Me ha dejado tu marcha un dolor solitario
que en muchísimo tiempo no saldrá de mis venas,
un dolor inhumano de cilicio y de espinas
que se hunde sin tregua en lo más hondo del pecho.
Tu risa era tan sencilla, sincera y abierta,
que cuando estallaba era cristal de mil colores
que saltaba en pedazos y llenaba de esquirlas
todos los rincones huecos de mi corazón.
Conocías las claves más secretas de mi alma,
sabías de memoria el mapa de mis corales,
y en el libro impreso de mis sueños eras siempre
la página más bella que jamás se escribiera.
Tu cuerpo era salvaje, delirante en latidos,
esencialmente puro, de fértil pedrería,
tal vez con texturas y ternuras infinitas
que nunca nadie pudiera haber imaginado.
Cuando descendías a la tierra y te entregabas
-tú que eras ola ardiente en mitad de la tormenta-
traías a mi vida el frenesí de las musas
y el veneno mortal de su trémula serpiente.
En las tardes de invierno tus labios de alambique
destilaban pétalos de nieve y rosas blancas,
mareas desbordadas de sedas y suspiros
que me hacían sentir la luz de tus relámpagos.
Pero también eras ave de paso, fugaz
velero sin timón y sin vela que equivoca
el rumbo y se despeña en el abismo sin fondo
del tiempo eterno del que nunca se regresa.
Tus ojos eran tragaluces claros por donde
se escurría una mirada limpia y sin fronteras
en la que resonaban solemnes las campanas
del amanecer, del mediodía, del crepúsculo.
Ahora eres solo un recuerdo amargo y vacío,
la voluta de un humo que fluye hacia el olvido
y no sabe que detrás del último horizonte
sólo hay ventanas para mirar a la muerte.
© Fernando Luis Pérez Poza