EL OFICIO DEL POETA
En la fría aritmética del verso,
en la dulce melodía de la rima,
en la rosa fértil de la palabra,
reside el oficio del poeta.
Buzo es en la marea del lenguaje
que encuentra las perlas más hermosas
para mostrar la ternura de su alma;
ángel abstracto en medio de los cielos
que recorre los renglones exactos
en la cometa de sus pensamientos.
Con su pluma restaura la madera
podrida de mil naufragios y juega
al vicio solitario de hacer versos
como si fuera un dios lleno de fuego.
Madera, juego, verso, fuego. Estrechos
límites para la tinta de un poema
que desborda el confín de los océanos.
Espuma, tiempo, carnaval, distancia,
monemas que revelan la locura
que oculta el frenesí del universo.
Alta soledad, planetaria cumbre
donde se funden los días sin plomo
de esta existencia libre y terrestre
y dan vuelta las ideas a la noria
de esa flor tan marchita que es la muerte.
Artesano que resume sus venas
en el mágico latido de un poema,
que hace reír o llorar o bostezar
o vibrar el diapasón de sus penas
al melódico compás de su vals.
Más allá de la vida está la luz,
la perpetua armonía de las cosas,
esa hoguera encendida entre tinieblas
por el alma atribulada del poeta
que siembra de alamedas la memoria.
Más allá de la palabra no hay nada,
la rosa hermética, la encrucijada,
un absurdo agujero en el espacio
que consume el incienso de las horas.
Ladrillo a ladrillo, y verbo a verbo,
se levanta el edificio del poema
en medio del desierto amargo y blanco
del papel, del planeta y su quimera.
Suben los adjetivos la pendiente
de la frase, apoyando su frente
sudorosa en el rol del sustantivo.
El poeta conquista el viejo oficio
de ser fiel albacea del destino,
fruto verde que arrastra la corriente
y madura en el borde del abismo.
© Fernando Luis Pérez Poza