MIRA EL CIELO, COMPAÑERA
Mira el cielo, compañera,
esa selva azul e inmensa
donde duerme el horizonte
y se desesperan los sueños.
¿No escuchas el batir de los remos
o las hélices del alma de los muertos
abriendo surcos en las aguas de la nada?
Con las cadenas del ancla mal engrasadas,
ponen rumbo a ninguna parte,
se derraman por los adoquines sordos del vacío,
se deslizan por la cresta del silencio
como oleadas de sombras que cortan el aire
y arrojan sus trozos
al inmenso basurero del absurdo.
¿No oyes sus fanáticas risas de cadáver,
el crujido lento de sus huesos de cieno?
Silban, gruñen, suspiran hondamente
y en cada uno de los sonidos que emiten
se advierte un olor a bodega rancia,
a vientre de barco desahuciado,
a estómago vacío de serpiente.
Ya no corre por sus venas
el vapor trepidante de la sangre,
la sonrisa alada de la vida
tañendo la campana ronca del mañana.
Atrás se quedó el tiempo, atrás,
oscurecido por el polvo del recuerdo,
en la mirada turbia del pasado,
en el gris cendal de aquella tumba profunda
que abrió sin remedio
el abismo descarnado de la tierra.
Mira el cielo, compañera,
porque todavía sigue ahí, azul, colgado,
quién sabe de qué infinito
o desmedido campanario,
quién sabe a qué puerto
o dársena del universo amarrado,
quién sabe para qué o por quién inventado.
Mira el cielo, compañera
y vive con toda la intensidad que puedas
la fértil realidad de la existencia.
© Fernando Luis Pérez Poza